100 años del nacimiento de Evita: La mujer que cambió a la Argentina
Eva María Duarte nació el 7 de mayo de 1919, en Los Toldos, provincia de Buenos Aires. Fue la esposa de Juan Domingo Perón, uno de los expresidentes argentinos más recordados de la historia nacional y con mayor impacto en la política del siglo XX. Considerada una de las mujeres más influyentes de la política argentina, ‘Evita’ despertó pasiones y odios durante su corta vida.
Hija de un viajante de comercio que tenía dos familias, supo desde chica de la miseria y las humillaciones que viven los más multitudes. Ya en el poder, se atrincheró en la Secretaría de Trabajo y Previsión para entregar, personalmente, colchones y frazadas, camas y ropa, máquinas de coser y pelotas de fútbol, muñecas y bicicletas, trabajo y vivienda, a miles de personas que no tenían nada de eso. Cuando la tarea la desbordó creó la Fundación Eva Perón, una institución que extendió la ayuda social a todo el país.
Sus críticos calificaron su accionar como “asistencialismo”. Sus enemigos vieron en ese reparto de bienes una intención política definida: la de eternizar a Perón en el poder. Ella respondía con una frase: “Sangra tanto el corazón del que pide que hay que correr y dar, sin esperar”.
Eva Duarte llegó a Buenos Aires en 1935 con el sueño de ser actriz. Deambuló por papeles sin importancia en cine y teatro, dos ámbitos en los que mostró desde temprano su inquietud social. Contaba Hugo del Carril que en los altos de la filmación “La cabalgata del circo”, Evita le preguntó si recibía cartas de la gente pobre. Él le contestó que sí y que no podía contestarles a todos. “Ah, no -le dijo entonces la aspirante a- a los humildes siempre hay que darles una respuesta”.
El terremoto de San Juan de enero de 1944, la unió a Perón en un festival que recaudaba fondos para las víctimas. Asumió desde entonces el papel estelar de su vida: dejó atrás para siempre a Evita Duarte y pasó a ser Eva Perón. Si el peronismo determinó la irrupción en la escena política de una clase social hasta entonces postergada, Eva Perón encarnó la voz y el reclamo de esa clase social. Y lo hizo con vehemencia, con pasión, una pasión en la que quemó su vida, con un lenguaje llano, claro, siempre y por lo mismo inaceptable. Dijo su verdad a gritos. Y la crucificaron por la osadía. Lo cierto es que en los seis años que abarca el breve paso de Eva Perón por la vida política argentina, sus mensajes, su lenguaje y sus sentimientos expuestos a flor de piel y sin pudores, generaron un amor irrenunciable y un odio irracional, como es de irracional el odio por naturaleza.
Usó para definir a quienes juzgaba sus enemigos un término académico de origen griego: oligarcas. En cambio, para sus seguidores usó términos lunfardos, arrabaleros y despectivos que sólo en su voz eran tolerados y cobraban valor afectivo: “grasitas”, “descamisados”. No necesitaba mucho más un país siempre propenso a dividirse en dos y en el que brota con serena furia la semilla de la venganza: quienes amaban lo que Evita era y quienes odiaban los que Eva Perón representaba se hicieron irreconciliables.
Unos la juzgaron poco menos que una santa, una mujer empeñada en que la justicia social llegara a cada rincón de un país devastado. Otros la juzgaron una ambiciosa, aventurera, resentida egoísta y falsa, cargada de odio y de hipocresía.
Para descalificarla la definieron como una fanática. Pero precisamente esa era una de las condiciones que Eva Perón rescataba como su mayor virtud: “El mundo será de los pueblos si los pueblos decidimos enardeceros en el fuego sagrado del fanatismo”, escribió cuando ya se sabía arrasada por el cáncer. Tres años antes se había anticipado a la definición: cuando su médico le acercó la certeza inapelable de su mal destino, Evita lo despachó con un grito de coraje desesperado: “Yo no estoy enferma”.
Consciente de su final inevitable, el último año de su vida joven lo consumió en un intento frenético por preservar el gobierno de su marido, al que llevó a ver amenazado por los fantasmas tangibles de un golpe de estado. Aspiró a ser candidata a vicepresidenta en las elecciones de noviembre de 1951. Pero, o bien por presiones militares, o por la enfermedad que la corroía, o por ambas razones, debió renunciar a la nominación en el mismo acto que se había montado para consagrarla. Antes de hacerlo, y en un episodio cargado de dramatismo, único en la historia, mantuvo un diálogo memorable con la multitud que en la alta noche del 22 de agosto de 1951 le exigía que aceptara. Eva Dudó. Y ese contrapunto, en el que la voz enroquecida de la primera dama pide entre lágrimas un poco más de tiempo para pensar, mientras miles de voces le gritan “¡Ahora, ahora!”, sintetiza aún hoy la parábola trágica de aquel país a punto de descuartizarse, atado a las cinchas de sus deseos y su impotencia.
Dos meses después, el 17 de octubre y para premiar su renunciamiento, Perón le prendió en el pecho, frente a la multitud y en los balcones de la Casa de Gobierno, la medalla de la Lealtad Peronista. El discurso de Eva Perón fue una despedida anticipada. Agradeció a quienes habían rogado por su salud. Profesó su fe de peronista incesante y enarboló tres frases inolvidables, rítmicas, musicales, conmovedoras, un pequeño himno dolorido y profético: “Yo no quise ni quiero nada para mí. Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la bandera de mi pueblo. Y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria”.
No parece ser tan cierto entonces que Eva Perón se convirtió en mito luego de su muerte joven. Fue condenada a ser mito aún cuando no había cumplido los 30 años. Condena que aceptó como una misión: su pasión, sus desbordes, su concepción de la vida, alimentaron ese fuego que le depararía un papel nunca imaginado, lejos de la ficción, en un mundo real, con las responsabilidades de una estadista veterana y la edad y el aura de una emperatriz sin corona en un reino de utopía.
Los logros del peronismo, el protagonismo dado a obreros y sindicatos, la satisfacción a necesidades básicas de los más pobres, la nacionalización de los recursos fundamentales que pasaron a manos del Estado, la obra social encarada por Evita, dominaron aquellos años singulares, apasionantes, irrepetiblesbles de la historia argentina. Tanto que opacaron los desatinos del gobierno.
En uno de sus últimos discuros, arriesgó: «Confieso que tengo una ambición, una sola y gran ambición personal. Quisiera que el nombre de Evita figurase alguna vez en la historia de mi Patria«. Imaginaba figurar en una nota al pie del capítulo que esa historia dedicaría. Y agregaba: «Me sentiría debidamente, sobradamente compensada, si la nota terminara de esta manera: De aquella mujer sólo sabemos que el pueblo la llamaba, cariñosamente, Evita«.
Supo que se moría. Hasta el final. Ya desguazada por la enfermedad dictó con un hilo de voz unas páginas incendiarias en las que desnudaba las miserisa del poder y de los poderosos, las inicialó una por una, las leyó enardecida a ministros y legisladores peronistas y las dejó para que la historia las conociera como «Mi mensaje”. Fiel a su estilo, tuvo un gesto desafiante de conquetería cuando intuyó que el telón de su vida estaba por caer: pidió a su manicura que, al morir, le quitara el esmalte rojo de sus uñas y le colocara uno incoloro.
El 26 de julio de 1952, Eva Perón cedió al embate del cáncer en la residencia presidencial que se alzaba en la calle Austria. Cerró sus ojos a las 20.25, según fijó para siempre la Secretaría de Prensa y Difusión.